JAÉN

Un paseo: Pese a no tener tranvía, y eso que algunos lo intentaron, Jaén tiene muchas opciones para patearse sus calles. Que nadie se asuste por lo empinado de la ciudad, ya que también baja de regreso, pero si se opta por subir hasta el Castillo, mejor en taxi, que la colina es dura. Si no, las callejuelas son todo un placer.

Una visita: Una pequeña ciudad tiene, por lo general, grandes sorpresas, por lo que merece la pena no dejarse tentar por lo desmesurado, para optar por esos modestos placeres que el viajero podrá descubrir en los Baños Árabes o, no lejos de allí, ante la curiosa estatua del legendario Lagarto local.

Un restaurante: El viajero sabe si una ciudad guarda o no esa vieja y agradable costumbre de poner tapa, y Jaén se lleva ahí la distinción más alta. Cualquier bar colma a sus clientes con ese detalle tan cívico y cordial, pero hubo uno en el que, además, vale la pena pagarse una ración de bacalao con habas y aceite: El Gorrión. En la calle Cerón y su laberinto hay para todos los paladares.

Un recuerdo: La sorpresa de haber descubierto un lugar fabuloso podría ser ya bastante, pero el viajero nunca olvidará la sensación de tener los dedos chorreando de aceite del bueno tras mojar pan en un platillo del oro verde.

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